Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Mara Altman es escritora y autora de Gross Anatomy.
Desde mi punto de vista —a exactos 1,52 metros de altura—, ser alta es una fantasía de superioridad muy extendida que debería haberse jubilado hace tiempo.
La exaltación de la altura tenía sentido cuando facilitaba la supervivencia. Siglos atrás, cuando la necesidad de la autodefensa surgía a diario, si no cada hora, a los altos les resultaba más fácil proteger a sus familias y llevar a casa un buen filete de rinoceronte lanudo. Hoy, los que pueden aguantar un día entero sentados en una silla de oficina llevan a casa cortes de carne envueltos en plástico.
Existe un debate en discusión sobre la estatura de la población y qué conlleva esta para la prosperidad y la justicia en un país, pero a mí lo que me interesa es qué supone ser baja de estatura a nivel individual. Nuestros éxitos personales no dependen de vencer a otras personas o a animales. Y, aunque así fuese, en la era de las armas de fuego y los drones, ser alto solo te convierte en un mayor objetivo.
En Size Matters, el periodista Stephen S. Hall escribió que, en el siglo XVIII, Federico Guillermo de Prusia pagó sumas desorbitadas para reclutar soldados “gigantes” de todo el mundo, y, de ese modo, institucionalizó así “la deseabilidad de la altura por primera vez en una gran sociedad posmedieval” y adjudicó un valor tangible a los centímetros, cuyas reverberaciones llegarían a la época moderna.
Los ecos de esos antiguos deseos y sesgos humanos se nos han quedado metidos en la cabeza como esas tonadas publicitarias especialmente pegadizas, hasta el punto de que votamos a los candidatos altos al suponer que son mejores líderes, y a menudo preferimos a una pareja alta, sin ningún dato concluyente respecto a si serán mejores cónyuges. John Kenneth Galbraith, el economista y diplomático de más de dos metros de altura, dijo que la preferencia por los altos era “uno de los prejuicios más flagrantes y disculpados de nuestra sociedad”. Otros recurren a medidas extremas para ganar unos centímetros: cada vez más personas se gastan hasta 150.000 dólares en hacerse dolorosas cirugías de alargamiento de las extremidades, y los padres les dan a sus hijos sanos hormonas del crecimiento con efectos secundarios desconocidos.
Lo sé porque yo fui una de esas niñas. Cuando era preadolescente, me inyecté Humatrope durante tres años y medio, por orden de mis padres, que temían que me sintiera excluida por ser baja. Entiendo por qué se sentían así, en vista de cómo se trata a los bajos en nuestra sociedad; una canción cuya letra decía “Los bajos no tienen motivos para vivir” llegó al segundo puesto en el Billboard Hot 100 solo unos años antes de que yo naciera.
Ahora tengo mellizos, que son de los más bajos en su clase del jardín de niños, pero, en vez de prepararme para medicarlos por un anticuado prejuicio social, voy a dejarlos ser como son: pequeños. Porque es mejor ser bajos, y el futuro es de ellos.
Solo hablamos sobre la baja estatura de forma positiva una vez cada cuatro años, cuando Simone Biles, ataviada en su leotardo, nos deslumbra. Eso ha impedido apreciar las muchas ventajas que disfrutan las personas bajas. En promedio, las personas bajas son más longevas y presentan una menor incidencia de cáncer. Una teoría dice que esto se debe a que, cuanto menor es el número de células, menor es la probabilidad de que alguna se tuerza. Prefiero eso a lograr encestar un pelota algún día.
Los bajos también son conservacionistas natos, lo cual es más crucial que nunca en este mundo habitado por 8000 millones de personas. Thomas Samaras, quien lleva 40 años estudiando la altura y es conocido en los pequeños círculos como el padrino del pensamiento en pequeño, una filosofía apenas conocida que considera que lo pequeño es superior, calculó que, si mantuviésemos nuestras mismas proporciones, pero fuésemos el 10 por ciento más bajos solo en Estados Unidos, ahorraríamos 87 millones de toneladas de comida al año (por no hablar de los billones de litros de agua, los miles de billones de unidades térmicas y millones de toneladas de basura).
“No quiero que la gente se sienta mal por ser alta, pero es el momento perfecto para ser bajos”, dijo, con franqueza, Samaras.
Los padres presumen de lo mucho que comen sus hijos, y de que los zapatos nuevos les quedan pequeños muy pronto, como si fuese una insignia de honor. Mis hijos comen como un pajarito —no pasa nada, están sanos—, y, debido a sus bajos percentiles, ahorramos dinero y comida y les sirven los mismos zapatos todo el año. ¿Crecer como la maleza? No, gracias: prefiero el crecimiento de un cactus.
Las personas bajas no solo ahorran recursos, sino que, a medida que escasean los recursos a causa del aumento de la población de la Tierra y el calentamiento global, quizá sean los más aptos para sobrevivir a largo plazo (y no solo porque podamos caber más en las naves espaciales cuando nos obliguen a salir de este planeta que hemos destrozado). En su libro Sapiens, Yuval Noah Harari escribió sobre una población humana primitiva que habitó una isla llamada Flores. A causa de la subida del nivel del mar, quedó aislada de otras masas continentales.
“Las personas grandes, que necesitan mucha comida, fueron las primeras en morir”, escribió Harari.
Al cabo de varias generaciones, los isleños evolucionaron para alcanzar árboles de un metro de alto. Podían hacer todo lo que hacían los humanos de mayor tamaño —fabricar herramientas, cazar—, pero también mantenerse con vida cuando venían tiempos difíciles.
Cuando te emparejas con personas más bajas, estás salvando potencialmente el planeta al reducir las necesidades de las siguientes generaciones. Reducir la altura mínima de tu pareja ideal en tus perfiles de las aplicaciones de citas es un paso más hacia un planeta más verde.
Nancy Blaker, investigadora afincada en Países Bajos que estudió el estatus social, afirmó que los hombres bajos, contrariamente a los estereotipos dominantes, podrían “compensar” su menor estatura al desarrollar cualidades positivas. “No se trata de ser agresivos y crueles: los hombres bajos se comportan de maneras estratégicamente inteligentes que también pueden consistir en ser más prosociales”, dijo.
Mi marido, que mide 1,70 metros, dijo que habría sido más fácil ser alto que tener que esforzarse en desarrollar su ingenio, pero sé que no estaríamos casados si la mandíbula no me hubiese dolido de tanto reír después de nuestra primera cita.
El problema es que seguimos creyendo la misma idea ilusoria de que, por norma general, más siempre suma valor. Me lo explicó mi antiguo endocrinólogo, Alberto Hayek, del Hospital Infantil Rady de San Diego. Cuando localicé al doctor, que ahora está jubilado, le pregunté por qué los padres cuyos hijos no padecen dolencias médicas subyacentes quisieron tratarlos con hormonas del crecimiento. Dijo que, en una sociedad capitalista, es lógico que se quiera ganar altura. “Todo es grande: los edificios, las empresas”, señaló, y después explicó que los padres reflejan la mentalidad de que un mayor tamaño equivale a mejor cuando piensan en su descendencia.
Otra endocrinóloga, Adda Grimberg, directora científica del Centro de Crecimiento del Hospital Infantil de Filadelfia, dijo que, aunque existe un verdadero “altismo”, los padres preocupados creen, equivocadamente, que la altura es la clave del éxito y del sentido de pertenencia. “Hay algunas personas bajas que prosperan y les va fenomenal, que llevan vidas fantásticas, y hay personas altas muy miserables”, dijo Grimberg. “No es la altura, por sí misma, lo que determina el resultado.”
Estoy de acuerdo. Como persona baja, he descubierto que lo único que no puedo hacer es alcanzar cosas de los estantes altos. Pero eso no es un problema en el supermercado, porque a la gente alta le encanta alcanzar cosas: les hace sentir que sus excesivas extremidades todavía sirven para algo.
En algunos rincones del mundo, aún se ensalza la estatura baja. Arne Hendriks, conferenciante y artista que mide 1,95 metros, utiliza la performance y las exposiciones para animar a la gente a acoger la baja estatura. Incluso ha restringido los lácteos en la dieta de sus hijos y solo les permite una mínima cantidad de azúcar para tratar de limitar su crecimiento y ahorrarles así los males que conlleva la altura. “Es hora de que los altos dejemos de creernos superiores”, dijo Hendriks. “No te confíes demasiado porque seas alto, porque probablemente morirás más joven, tendrás más problemas de salud y estás contaminando más”.
El futuro que yo imagino es distinto: quiero que los hijos de mis hijos sean conscientes del valor de lo bajo. Quiero que presuman de sus cortas piernas, y que cuando uno grite: “¡Yo soy el más bajo!”, el otro se arrodille para ganar ventaja y conteste: ¡No, yo soy el más bajo!”.
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