jueves, 20 de febrero de 2020

El ocaso de una estrella






Se suponía que, en teoría, este año la fiesta de cumpleaños de Neymar iba a ser un evento discreto. Sería una noche tranquila en París con un pequeño y selecto grupo de amigos y compañeros de equipo, prueba de la madurez de la estrella del Paris Saint-Germain, una muestra de su nueva actitud, signo de su renovado enfoque en el máximo aprovechamiento de su talento para ayudar al club que lo convirtió en el jugador más caro de la historia a obtener su primer trofeo de la Liga de Campeones.

Según cuenta la leyenda, no iba a convencer a uno de sus patrocinadores personales para que organizara el evento, como supuestamente lo habría hecho Red Bull en 2019. No iba a ser una noche de ese tipo sino, más bien, una velada moderada, minimalista, menos llamativa, glamorosa y extravagante de lo que habían sido sus celebraciones anteriores.

Y así fue. El vigésimo octavo cumpleaños de Neymar tan solo fue una noche más: la apropiación de todo un club nocturno parisino por la escuadra entera del PSG con sus parejas, así como amigos de Neymar y una variedad de otros jugadores. Todos fueron vestidos de blanco. En resumen, no cabe la menor duda de que fue el tipo de noche que cualquiera de nosotros pudo haber planeado.

Recordarás que a mediados de 2017, Neymar dejó el Barcelona —donde fue parte de la línea de ataque más temida del fútbol al lado de Lionel Messi y Luis Suárez— y se mudó a París. Según insistían sus allegados, lo hizo porque quería dejar de estar a la sombra de Messi, para convertirse en una figura tan crucial de un proyecto como su antiguo compañero de equipo lo había sido en el ascenso del Barcelona. Quería dejar de ser un actor de reparto para convertirse en un protagonista.

En esencia, quería ganar el Balón de Oro, ser reconocido como el mejor jugador del planeta. En años recientes, se había establecido con firmeza dentro de los cinco mejores, incluso de los máximos tres, pero siempre detrás de Messi y Cristiano Ronaldo. Neymar pensaba que no iba a poder dar el último estirón —se debe remarcar que lo hizo con una lógica impecable— si ni siquiera era reconocido como el mejor jugador de su equipo.

Ese primer año, después de haber llegado, Neymar terminó tercero en la votación para el Balón de Oro. Un año después, quedó en el decimosegundo lugar (fue un año mundialista, un factor que siempre sesga los votos). Este año, dos jugadores del Paris Saint-Germain llegaron a la lista de los treinta finalistas. Kylian Mbappé terminó en sexto. Marquinhos fue vigésimo octavo. Neymar ni siquiera fue nominado (también estuvo ausente de la lista de los diez finalistas para el premio similar de la FIFA, The Best).

Según sus propios criterios, cerca de cumplir tres temporadas después de su salida del Barcelona, el cambio de Neymar a París solo puede ser considerado como un fracaso espectacular. No solo ha quedado en evidencia que no ha ganado el Balón de Oro, sino que se ha diluido en la competencia. El jugador que en teoría iba a ser el heredero de la corona de Messi —o Ronaldo, según tu punto de vista— ahora parece seguirle el rastro a toda una nueva generación, encabezada por Mbappé. Neymar estaba bailando en París mientras se le acababa el tiempo.

Sería fácil establecer un vínculo entre esto y una mentalidad que considera como discreta la contratación de todo un club nocturno para su cumpleaños, y no sería del todo impreciso. Por supuesto que a Neymar no le ha ayudado estar en un equipo tan dispuesto a mimarlo, tan pasmado con su fama que más de un entrenador se ha sentido incapaz de disciplinarlo.

Sin embargo, esa lectura es demasiado simplista; muchos grandes jugadores han logrado combinar actuaciones soberbias con la que podríamos llamar una vida social “activa”. Un lastre que le ha pesado mucho más a Neymar quedó en evidencia un par de días antes de su cumpleaños, durante una victoria del PSG frente al Montpellier de camino a otro título francés, uno más que sabe a poco.

A la mitad del primer tiempo, Neymar quedó atrapado en la esquina, acorralado por Arnaud Souquet del Montpellier. Neymar salió de la zona con una “levantadita de arcoíris”, tras rodar el balón sobre el pie que tenía plantado y hacerlo pasar por encima de su cabeza. Le rebotó a Souquet y salió por la banda.

Jerome Brisard, el árbitro, no quedó impresionado y le advirtió a Neymar que no alardeara. Neymar protestó, y le mostraron la amarilla por discrepar (y no, como dijeron algunos reporteros, por el truco mismo). Al medio tiempo, Neymar seguía reclamando. “Juego fútbol”, le dijo a su compañero, Marco Verrati, después de intercambiar palabras con Brisard.

Esta escena contiene algo esencial sobre Neymar: su imaginación, su confianza y su capacidad, sí, pero también su creencia en que el punto máximo en el fútbol es la expresión de la habilidad individual. Sin duda, lo anterior lo hace estar tan en sintonía con la época moderna del deporte —solo gifs, memes y fotos de seis segundos de genialidad viral—, pero también es su defecto.

El problema con esas imágenes, las que tienen los goles brillantes y las piezas extravagantes de habilidad que se hacen virales, acompañadas solo de una letanía de emojis, es que están desprovistas de contexto, y la genialidad en el fútbol, y en todos los deportes, está determinada casi por completo en el contexto.

La prestidigitación de Neymar es un adorno del juego, no un factor determinante. Su ímpetu jubiloso en medio de un partido de la Ligue 1 tiene menos peso que un jugador con dones más limitados que guía a un equipo a través de un empate de la Liga de Campeones que se equilibró con precisión. Su barómetro para determinar la genialidad de un jugador nunca ha estado muy en sintonía con el de los demás.

Todavía tiene tiempo, claro está. Este año, su rendimiento ha sido bueno; hay algo de cierto en la idea de que está haciendo el intento por concentrarse más en el campo de juego. El PSG tiene una escuadra con la calidad necesaria para ganar la Liga de Campeones, con un sorteo afortunado y un viento favorable. Neymar todavía no está acabado.

Sin embargo, hay una sensación de que, cuando recordemos la carrera de Neymar, veremos lo llamativo, la extravagancia y poco o nada más: puro estilo, nada de sustancia; un talento generacional que nunca logró consumarse por completo. Como lo demostró su fiesta, la sencillez no está en la naturaleza de Neymar. Hay un riesgo, una triste ironía, de que nuestros recuerdos de él, en los años por venir, demuestren justamente eso.

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