Fuente: https://www.nytimes.com
Lionel Messi se dio la vuelta. Había perdido la pelota, pero no hizo esfuerzo alguno por reparar su error, no intentó recuperar el control del balón. Se detuvo, esperó un segundo, y luego miró hacia el otro lado del campo. Como si supiera ya lo que iba a ocurrir y no le importara —o no soportara— verlo.
Una vez ocurrió, Quique Setién también se dio la vuelta, sacudió la cabeza y encogió los hombros, miró a su equipo técnico en busca de una explicación, o algo de consuelo, o la confirmación de que lo que estaba pasando no era real —porque no podía serlo— sino una espantosa alucinación. En el terreno de juego, sus jugadores tenían la mirada perdida. En las tribunas, los suplentes distanciados socialmente pateaban los asientos que tenían delante con rabia, dolor y humillación.
Eso ocurrió en el séptimo. El Bayern Munich le había anotado siete goles al poderoso Barcelona, el Barcelona de Messi y Busquets y Piqué y Suárez, en un partido de cuartos de final de la Liga de Campeones, con todo el mundo viéndolo. Era impensable, incomprensible, insoportable. Era lo más bajo que podían caer.
Y de ahí, el Bayern Munich anotó el octavo.
En 2018, lo de Roma fue malo. El Barcelona había ganado el partido de ida de los cuartos de final con facilidad, 4-1 en el Camp Nou. Pocos le daban alguna oportunidad a la Roma en el partido de vuelta: una oportunidad para recuperar algo de orgullo, quizá. Pero el Barcelona se derrumbó, perdió 3-0. Messi y sus compañeros lo rumiaron durante meses. Al inicio de la siguiente temporada, dio un discurso en el que resumió su determinación para enmendar lo ocurrido.
En 2019, lo de Anfield fue peor. Messi había conseguido cumplir su palabra. El Barcelona había avanzado sin apuros hasta las semifinales, y había desarmado al Liverpool en tierras catalanas. Arturo Vidal, el canoso mediocampista chileno, había prometido hacer una particular donación a la ciencia si el Barcelona no llegaba a la final. Trent Alexander-Arnold apuró un córner y el Barcelona cedió y se quebró.
¿Pero esto? Esto fue algo completamente distinto. “Tocamos fondo”, lo definió Gerard Piqué, casi lloroso. Esto no fue un momentáneo fallo de concentración, unos pocos minutos de locura. Esto no fue soberbia o arrogancia o alguna falla de carácter desenterrada en medio de la excitación del Stadio Olimpico o Anfield.
Esta fue una brutal, despiadada y quirúrgica exposición de todo lo que está mal en el Barcelona. No hace falta recorrer el largo listado —la penosa política de fichajes, la ausencia total de planeación, las pugnas al interior de la directiva, el negligente despilfarro de un legado— pero, en el espacio de noventa minutos este viernes, el Bayern Munich lo expuso todo.
Este era un marcador que quita la respiración, un resultado para poner fin a una era. Que un jugador que simboliza el despilfarro del club, Philippe Coutinho —el jugador más caro de la historia del Barcelona, un jugador que todavía pertenece al Barcelona—, fuera quien asestara el golpe de gracia ofrecía la tentadora narrativa de una suerte de parábola, pero la condena final no necesita de ninguna explicación, de paréntesis. Ahí estaba el marcador. Ocho. El Barcelona había recibido ocho. Esto —y no es una exageración— solo puede ser el final.
Lo será, sin duda, para Setién. Es “todo muy cercano” para saber si continuará, dijo tras el partido. ¿Qué más podía decir? Es, básicamente, un entrenador decente, idealista, tremendamente desbordado por la responsabilidad, pero no es tonto. Sabe perfectamente bien cómo es esto. Podría ser despedido saliendo del Estádio da Luz en Lisboa el viernes por la noche. Podría ser despedido en el aeropuerto el sábado por la mañana. Podría ser despedido en el avión, o frente a la cinta transportadora de equipaje. Pero lo despedirán.
Setién pagará, de un modo o de otro, porque en el Barcelona —como en todos los otros superclubs cuando pierden, los equipos que ahora se consideran demasiado grandes para fracasar, que han olvidado que su tamaño y su éxito son una consecuencia directa de la excelencia que alguna vez encarnaron, no algo que la divinidad les confirió a perpetuidad— el entrenador siempre paga.
Esto es lo que le pasó a Ernesto Valverde, quien cometió el error garrafal de solo ganar dos títulos de La Liga en dos temporadas y poner al Barcelona en el camino a un tercero. Es lo que habría pasado, tarde o temprano, a Luis Enrique si no hubiera saltado del barco, quizá no justo antes de que lo echaran, pero sí a sabiendas de que al final siempre llega la patada. Es lo que le pasó a Tata Martino.
Pero eso no solucionará el problema. Nombrar a Xavi Hernández —ahora haciendo pininos de mánager mientras promueve la maravillosa vida liberal disponible para todos (favor de notar: puede que no para todos) en Catar— o a Mauricio Pochettino o a quien sea que el glamour del club pueda atraer no será el tipo de cambio que el Barcelona necesita.
No, es más profundo que eso, más trascendental, más urgente que eso. No es solo el marcador —otra vez: ocho, el Bayern Munich anotó ocho— lo que destacó el viernes; fue la llamativa incapacidad del Barcelona para hacer las cosas que se supone que debe hacer.
Setién no le dijo a Marc-André ter Stegen, el arquero más dotado técnicamente del fútbol mundial, que olvidara cómo pasar el balón. No diseñó una estrategia que implicaba que sus defensas y mediocampistas se metieran ellos mismos en aprietos. No les ordenó a sus jugadores que no mantuvieran las marcas o que dejaran abiertas las líneas de pase del Bayern o que no volvieran a defender.
Los jugadores del Barcelona siguen siendo, hombre a hombre, pródigamente talentosos. Messi sigue siendo el mejor jugador del planeta. Pero algunos han envejecido y otros no han crecido y otros más han sido añadidos a un equipo que no se adapta a sus fortalezas.
Este no es un equipo que puede jugar como quiere, como se supone que debe jugar. Es un equipo que ha llegado al final de su trayecto, tal como Piqué insinuó tras acabar el partido, al admitir que incluso él tendrá que marcharse si eso es lo mejor para el club. Ya no es un equipo que pueda competir con los mejores de Europa. Debieron haberse dado cuenta en Anfield, en realidad, pero ahora ya no lo pueden ignorar. Es un equipo que debe desmantelarse.
Se dice fácil, por supuesto: del cuello del Barcelona pende la nómina mejor pagada del fútbol —sus jugadores ganan más, en promedio, que cualquier otro equipo en cualquier otro deporte del mundo— y son contados los equipos que podrían comprar a sus costosas y envejecidas estrellas.
Y además, nadie confiaría en la actual directiva del Barcelona para reconstruir, para regresar al equipo a su cada vez más lejana gloria.
Fue bajo el liderazgo del presidente Josep Maria Bartomeu que se malgastó en Coutinho y Ousmane Dembélé el dineral que Paris Saint-Germain pagó por Neymar. Esa directiva es la que ha gastado 750 millones de euros en cuotas de transferencia desde 2017 y se las arregló para empeorar el equipo. La que ha rotado directores deportivos, la que ha visto una promesa tras otra abandonar la academia del club porque el camino al primer equipo estaba bloqueado.
Al final, es ahí donde debería recaer la culpa: en quienes han supervisado la década en la que el equipo que deslumbró a Europa con Pep Guardiola se ha desvanecido hasta quedar en una cáscara, quienes han desperdiciado los últimos años de la cumbre de Messi, quienes llevaron al Barcelona a esas noches de Roma, Liverpool y ahora Lisboa, aquellos que han traído abajo al Barcelona. Quienes trajeron aquí al Barcelona.
Para cuando el octavo entró, los jugadores del Barcelona apenas se movían. Setién también estaba inmóvil. Bajo el resplandor de los reflectores, parecía embrujado, conmocionado. La humillación fue profundamente pública, una que los seguirá a todos durante algún tiempo. Quienes realmente tienen la responsabilidad se salvaron de esa terrible experiencia.
Pero hay algunas cosas que no pueden evitarse. Ocho. En un partido de cuartos de final de la Liga de Campeones contra el poderoso Barcelona, mientras el mundo miraba, el Bayern Munich anotó ocho. Sin duda para Setién, y probablemente para algunos de los jugadores, para esta encarnación del Barcelona, esta versión en el campo y este gobierno fuera de él, no hay vuelta atrás. Este es el fin.
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