Toni Kroos, a la
izquierda, y Lionel Messi, a la derecha, disputan un
balón en el clásico
entre Real Madrid y Barcelona del 18 diciembre de 2019.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: El autor es periodista español.
MADRID
— Cuando el Real Madrid y Barcelona se enfrenten el domingo en el
estadio Santiago Bernabéu, uno de los templos sagrados del fútbol, una
audiencia global de 650 millones de personas estará atenta a cada
detalle. Las imágenes de los goles serán compartidas en los cinco
continentes y los jugadores confirmarán su estatus como las estrellas
del entretenimiento de nuestro tiempo. Una realidad menos amable quedará
relegada a un segundo plano: el fútbol español vive, detrás de su
aparente exuberancia, empeñado en contradecir hasta el último de los
valores del deporte.
El amaño de partidos, cuyo último escándalo está siendo juzgado estos días, la impunidad de comportamientos racistas en los estadios, el fomento del juego a través de apuestas deportivas o la corrupción en el oscuro mercado de fichajes son solo algunas de las manchas de un modelo donde todo vale, siempre que aporte algún beneficio económico.
Es
hora de salvar al fútbol español de sí mismo. El inmenso seguimiento
que despierta no puede ser una excusa para rodearlo de impunidad, sino
una razón más para obligar a todos sus actores a respetar el fair play de una sociedad abierta y tolerante.
Solo
bajo la actual renuncia de principios se entiende que en enero la
Supercopa, una de las competiciones del calendario español, se disputara
en Arabia Saudí. Un acuerdo de 120 millones de euros
vigente en los próximos tres años llevó a la Real Federación Española
de Fútbol (RFEF) a escoger como sede un país donde las mujeres son
sistemáticamente discriminadas, los disidentes encarcelados y
periodistas incómodos, como Jamal Khashoggi, sean censurados o hasta asesinados.
Más
cerca, en los estadios españoles, los incidentes racistas se repiten
sin que clubes, árbitros u organismos competentes tomen medidas, en
parte por temor a dañar un negocio que supone el 1,37 por ciento del PIB de España y mueve 15.668 millones de euros al año. El entrenador del Deportivo de la Coruña, Fernando Vázquez, denunció la semana pasada
que la xenofobia y el odio no son una prioridad de las autoridades
deportivas. “Solo se va a resolver cuando los jugadores decidan irse y
se pierdan partidos”, dijo.
El
fútbol español se comporta como si pudiera dar la espalda a su
responsabilidad social. La RFEF, La Liga y los clubes, encargados de
administrarlo, no entienden que son transmisores de los sueños de
millones de niños que tienen en jugadores y equipos sus modelos a
seguir. Y, sin embargo, ni siquiera los dos mejores jugadores del mundo
pasan el corte para convertirse en ejemplos.
Leo Messi y Cristiano Ronaldo fueron condenados en España por fraude a Hacienda. Ambos recibieron condenas a prisión
que eludieron con el pago de sumas millonarias, mientras contaban con
la comprensión de los directivos de sus clubes, los gestores de la
competición y los aficionados.
Las escenas de los dos futbolistas siendo aclamados a las puertas de los juzgados
muestran por qué es tan difícil regenerar el fútbol. Mientras miremos a
otro lado, enviando el mensaje de que nada importa salvo la victoria
deportiva, la motivación para recuperar los valores deportivos seguirá
eludiendo a un mundo que, protegido por la pasión y el negocio que
genera, pretende vivir con reglas propias.
Los
equipos españoles, con su alcance global, podrían promover en su lugar
la diversidad, la igualdad y la tolerancia dentro de lo que la propia
liga describe como su intención
de “integrar la responsabilidad social” en el fútbol profesional. Y
debe hacerlo más allá de la retórica vacía y unos cuantos carteles
colgados de los estadios.
Imaginemos
el impacto que podría tener que desde el fútbol se combatiera con
sinceridad la homofobia y la ayuda que supondría para quienes la sufren
en la escuela. Pero ningún jugador de La Liga ha admitido nunca su
homosexualidad y quienes quisieron hacerlo se encontraron con el veto de sus clubes. Todo se perdona, menos una salida del armario que ponga en riesgo el negocio.
La
venta de entradas y de derechos de televisión solían ser las dos
grandes fuentes de financiación de los equipos. El crecimiento de la
popularidad del fútbol en las últimas décadas ha convertido a sus
estrellas en soportes publicitarios capaces de generar ingresos
millonarios a través de la venta de productos relacionados con su
imagen. Lo que no se entiende es que en la legítima búsqueda de una
rentabilidad, la codicia haya ganado a la ética por goleada.
Jugadores y clubes han sido determinantes en la explosión de las apuestas deportivas en España, con un crecimiento del 20 por ciento anual.
Siete de los veinte clubes de primera división lucen publicidad de
casas de multinacionales del juego y el resto tienen algún tipo de
acuerdo de patrocinio con ellas, a excepción de la Real Sociedad.
Jugadores idolatrados por los niños transmiten el mensaje de que sus
sueños se pueden cumplir: no emulando su esfuerzo sobre el terreno de
juego, sino apostando sus ahorros a que el balón entré en la portería.
La proliferación de casas de apuestas en los barrios más humildes y la epidemia de ludopatía entre menores
ha obligado al gobierno de España a limitar la publicidad y vetar la
utilización de celebridades para atraer a nuevos apostadores. Pero en
una concesión inexplicable, el ministro de Consumo, Alberto Garzón,
decidió mantener la publicidad durante los partidos, precisamente donde se concentra la audiencia infantil.
La industria del fútbol, porque a eso ha sido reducido, una industria, ha demostrado su incapacidad para regularse a sí misma.
Las
instituciones del Estado deben intervenir de forma decidida, poner
medios para atajar la corrupción, aumentando la protección de jóvenes
promesas hoy víctimas de un mercadeo intolerable, legislar para que el
deporte no se convierta en un casino y promover el cierre de estadios
convertidos en altavoces del odio. Un buen comienzo sería empezar a aplicar la ley ya existente de 2007 que protege contra “la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte”.
La
atracción global del fútbol y el aura heroica que rodea a los jugadores
deben ponerse al servicio de algo más que ganar dinero.
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