Fuente: https://www.nytimes.com
Por:
SANTIAGO — Apareció de noche, en una de esas calles que ahora están
vedadas para nosotros. Olfateó, dio una caminata elegante mirando a un
lado y a otro y, de pronto, saltó al galope. Hermoso, elástico, felino.
Reconocimos de inmediato la ruta de su paseo nocturno porque queda muy
cerca de nuestra casa, a unas pocas cuadras. Al llegar a una esquina se
detuvo, miró a la cámara de frente y se dio la vuelta para seguir
adelante, sin dar ninguna importancia a ese tránsfuga que lo estaba
grabando.
Sucedió el noveno día de confinamiento: llevamos con precisión los
números de la cuarentena, pero ya hemos perdido la otra cuenta, la de
las fechas, los días de la semana, tal vez dentro de poco también
perdamos la noción del mes en el que estamos. Mikael, mi hijo, y yo
hemos visto una y otra vez el video, un loop
interminable en el que el puma camina, mira, olfatea, corre, mira,
vuelve a correr. En esta vida suspendida del encierro, hechos
prodigiosos como este nos cambian la cara y nos devuelven la alegría.
Vimos los ciervos, los delfines, los monos, los jabalíes adentrándose en
las ciudades vacías. Pero, como este puma es nuestro, se ha convertido
en el favorito.
Lo atraparon al día siguiente. Lo acorralaron en un garaje en el que se
refugió después de saltar el muro altísimo de una casa. Pobre puma,
suspiró mi hijo. Era un macho de 35 kilos y lo sedaron y se lo llevaron.
Los expertos aseguraron que había bajado de los cerros por culpa de la
sequía. Que se había aventurado en la ciudad buscando agua y comida.
Afortunada (aparentemente), la historia terminó bien. Dos días más
tarde, después de que los veterinarios comprobaran que estaba en buenas
condiciones, lo devolvieron a las faldas de la cordillera.
La
sequía era uno de esos problemas acuciantes que nos ocupaban antes de
que empezara todo esto. Hoy derechamente lo hemos olvidado. Como el plebiscito
para votar por una nueva constitución, que tenía que celebrarse en
abril y que se ha pospuesto para octubre. Como el estallido social que
desbordaba las calles desde hacía cinco meses y que revivía cada viernes
en la Plaza de la Dignidad, en la zona cero de Santiago.
Proscritos
del espacio público, rodeados de un silencio inverosímil, nos movemos
en círculos, como pumas encerrados, buscando el ruido y la compañía en
los encuentros virtuales, en los memes, en las noticias. Hace poco
vivíamos en un país en pleno cambio, un país que era también promesa de
futuro, un país que podía llegar a ser distinto, mejor.
Hemos
olvidado el antes; vivimos en un presente continuo y expectante. A
veces, sin embargo, un gesto insólito, insolente, el de un presidente
que en plena cuarentena se fotografía cual turista en la plaza que
simboliza las protestas en su contra, nos hace recordar.
Unos días más tarde, el puma vuelve, reaparece en otra zona, el mismo
puma, otro puma, quién sabe, pero siempre llega de noche, como los
sueños. Ayer, antes de dormir, mi hijo me preguntó: ¿por qué nunca me
acuerdo del principio de los sueños? Pienso un rato y me digo que es
cierto, yo tampoco puedo acordarme del inicio de un sueño, siempre el
recuerdo se posa en el medio, más nítido hacia el final. Tampoco
recordamos cómo ni cuándo empiezan las pesadillas como esta, esa
sensación de horror más salvaje que cualquier puma.
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