lunes, 4 de mayo de 2020

El paseo del puma por Claudia Larraguibel





Por:

SANTIAGO — Apareció de noche, en una de esas calles que ahora están vedadas para nosotros. Olfateó, dio una caminata elegante mirando a un lado y a otro y, de pronto, saltó al galope. Hermoso, elástico, felino. Reconocimos de inmediato la ruta de su paseo nocturno porque queda muy cerca de nuestra casa, a unas pocas cuadras. Al llegar a una esquina se detuvo, miró a la cámara de frente y se dio la vuelta para seguir adelante, sin dar ninguna importancia a ese tránsfuga que lo estaba grabando.

Sucedió el noveno día de confinamiento: llevamos con precisión los números de la cuarentena, pero ya hemos perdido la otra cuenta, la de las fechas, los días de la semana, tal vez dentro de poco también perdamos la noción del mes en el que estamos. Mikael, mi hijo, y yo hemos visto una y otra vez el video, un loop interminable en el que el puma camina, mira, olfatea, corre, mira, vuelve a correr. En esta vida suspendida del encierro, hechos prodigiosos como este nos cambian la cara y nos devuelven la alegría. Vimos los ciervos, los delfines, los monos, los jabalíes adentrándose en las ciudades vacías. Pero, como este puma es nuestro, se ha convertido en el favorito.

Lo atraparon al día siguiente. Lo acorralaron en un garaje en el que se refugió después de saltar el muro altísimo de una casa. Pobre puma, suspiró mi hijo. Era un macho de 35 kilos y lo sedaron y se lo llevaron. Los expertos aseguraron que había bajado de los cerros por culpa de la sequía. Que se había aventurado en la ciudad buscando agua y comida.

Afortunada (aparentemente), la historia terminó bien. Dos días más tarde, después de que los veterinarios comprobaran que estaba en buenas condiciones, lo devolvieron a las faldas de la cordillera.

La sequía era uno de esos problemas acuciantes que nos ocupaban antes de que empezara todo esto. Hoy derechamente lo hemos olvidado. Como el plebiscito para votar por una nueva constitución, que tenía que celebrarse en abril y que se ha pospuesto para octubre. Como el estallido social que desbordaba las calles desde hacía cinco meses y que revivía cada viernes en la Plaza de la Dignidad, en la zona cero de Santiago.

Proscritos del espacio público, rodeados de un silencio inverosímil, nos movemos en círculos, como pumas encerrados, buscando el ruido y la compañía en los encuentros virtuales, en los memes, en las noticias. Hace poco vivíamos en un país en pleno cambio, un país que era también promesa de futuro, un país que podía llegar a ser distinto, mejor.

Hemos olvidado el antes; vivimos en un presente continuo y expectante. A veces, sin embargo, un gesto insólito, insolente, el de un presidente que en plena cuarentena se fotografía cual turista en la plaza que simboliza las protestas en su contra, nos hace recordar.

Unos días más tarde, el puma vuelve, reaparece en otra zona, el mismo puma, otro puma, quién sabe, pero siempre llega de noche, como los sueños. Ayer, antes de dormir, mi hijo me preguntó: ¿por qué nunca me acuerdo del principio de los sueños? Pienso un rato y me digo que es cierto, yo tampoco puedo acordarme del inicio de un sueño, siempre el recuerdo se posa en el medio, más nítido hacia el final. Tampoco recordamos cómo ni cuándo empiezan las pesadillas como esta, esa sensación de horror más salvaje que cualquier puma.

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