Fuente: https://www.nytimes.com
Por:
MADRID
— Fracasamos. Nos creíamos tan poderosos y un virus nos deshizo.
Estamos encerrados, muertos de miedo, vivos de miedo, sin más recursos
que dejar de hacer lo que hacemos, de ser lo que somos —y esperar que la
desgracia tampoco nos toque—. Fracasamos, y es una suerte que así sea.
Acabo de publicar una novela, Sinfín,
en que la condición para acceder a la vida después de la muerte es
aceptar el aislamiento eterno; la realidad, más modesta, nos pide este
aislamiento transitorio como condición para seguir vivos unos años. Y
este aislamiento nos convierte a todos en una especie rara,
pre-enfermos, casi-enfermos, enfermos-to-be.
Que no tenemos nada malo o anómalo en el cuerpo pero debemos quedarnos
encerrados esperando, acechando con miedo el momento en que quizá
tosamos, nos sintamos febriles, esas señales que dirían, si aparecen,
que todo se derrumba.
Todo
sería tan diferente si los viéramos. Si hubiera alguna forma de dejar
de sentir que nos rodean unas presencias invisibles, intocables,
portadoras de la muerte. Si pudiéramos abandonar el examen permanente,
paranoico: del entorno por si tiene bichos, de nuestros cuerpos por si
tienen síntomas.
Pero
están, y nos llenan de miedo. Tengo miedo en España, donde estoy
encerrado; lo tengo en Argentina, donde están encerrados los que quiero.
Son mis dos países y en los dos tengo miedo.
Un
gran avance: la sociedad global te permite tener miedo en varios
sitios. Y el virus justifica: llevamos semanas y semanas dedicados a
tener miedo, a encerrarnos por causa del miedo, a dejar mucho de lo que
hacemos, mucho de lo que somos por el miedo.
Somos el miedo.
No hay nada más antiguo, más natural que el miedo. Cualquier animal
tiene miedo; por él dejamos de ser animales y buscamos las formas de
evitarlo: acumular comida para combatir el miedo al hambre, domesticar
el fuego para calmar el miedo a los ataques, inventar dioses para luchar
contra el miedo a la muerte, y así de seguido.
Calles vacías,
escuelas clausuradas, trabajos cerrados: encerrados, nos concentramos
en temer. Vivimos bajo el influjo de la paranoia de Estado. El Estado
—los estados, cada estado— nos dice que debemos tener miedo y lo
tenemos. Por supuesto, nuestro miedo es lógico: la amenaza es real. Pero
estos días sirven también para enseñarnos a obedecer los imperativos
que ese miedo produce. No hay nada que los Estados usen más para
controlar a sus súbditos que el miedo. Y el miedo los justifica: explica
que, entre otras cosas, les permitamos ejercer su violencia sobre
nosotros por nuestro propio bien, porque ellos saben lo que necesitamos.
El mecanismo es clásico: tenemos miedo de algo — siempre tenemos miedo
de algo: de quedarnos sin comida, de que nos mate el enemigo, de
envejecer, de los vecinos— y entonces el Estado nos protege y alguna
religión nos protege. Para eso tenemos que creer: creer que hay un buen
rey o presidente o líder que sabe lo que hace y nos guiará del otro lado
del Mar Rojo, que hay un dios que nos quiere y nos cuida y es más
fuerte que el dios de los del otro lado.
Ahora nuestro miedo está desnudo: no sabemos en qué cuernos creer.
Ahora los dioses no funcionan. La gran novedad de esta plaga es que, en
Occidente, por primera vez en miles de años, a nadie se le ocurrió pedir
a algún dios que nos preserve y cure. Y los jefes se equivocan todo el
tiempo y no confiamos y no nos gustan y no los respetamos: no les
creemos, no creemos en ellos. Y el capitalismo y el consumo desaforado
aparecen, en tiempos de zozobra, como un exceso innecesario y se vuelve
difícil creer en eso. Y los que se empeñaban ya ni siquiera pueden creer
en Estados Unidos, que era otro artículo de fe, la guía del mundo libre
y todo eso: resignó su liderazgo y se volvió, para muchos, artículo de
risa. El gran referente, la gran creencia, en estos días en que todas
caen, debería ser la ciencia.
Hubo tiempos, decíamos, en que un hecho como este habría sido asunto de
religiones y otras magias. Ahora está copado por la ciencia:
medicalizado. Son ellos supuestamente los que saben, debemos
escucharlos, hacerles caso, creer en ellos. Y, sin embargo, desde que
empezó la enfermedad se dedican a contradecirse. Dijeron que los
asintomáticos no contagiaban, después dijeron que sí contagiaban; dijeron que no había que usar mascarillas, después que sí;
dijeron que los curados no se contagiarían, después que quién sabe;
dijeron que sí, que no, que no, que sí. Empezamos siendo fieles
seguidores de sus órdenes; poco a poco nos convertimos en testigos
asustados —aterrados— de sus contradicciones: cómo creerles hoy si no se
sabe lo que dirán mañana.
No
sabemos cuántos nos hemos contagiado, cuántos ya lo pasamos, cuántos
podríamos andar por ahí sin ningún miedo porque ya lo tuvimos.
(La ciencia, además, es rehén de la administración y los dineros. Le faltan datos, medios, trabaja a oscuras como en las épocas oscuras. Somos una sociedad del conocimiento sin conocimiento, y eso no ayuda a desarmar el miedo).
Y aún así intentamos creer en la ciencia. Pero lo intentamos de forma
equivocada: como si fuera una creencia. Querríamos una ciencia infalible
como una religión. La ciencia es lo contrario de la religión: no está
hecha para creer sino para dudar. Para creer que no se puede creer en
nada, salvo en que creer es una tontería.
Es
lo que nuestros clásicos llaman “método científico”: el ensayo y error,
intentarlo, saber que uno puede equivocarse, intentarlo otra vez,
equivocarse menos, saber que se puede seguir estando equivocado. En
estos términos es difícil creer. Se puede, si acaso, confiar; creer es
otra cosa.
Así
que la creencia en la ciencia, en estos días de pruebas, no funciona, y
nos hemos quedado levemente desnuditos. Blandiendo como queja la máxima
de mi tía Porota: en algo hay que creer. No tenemos en qué. Podría ser una oportunidad, si no tuviéramos tanto miedo.
¿Una
oportunidad para reemplazar la creencia por la duda, por el
pensamiento, por el deseo sin garantías? Eso sí que requiere valor. Eso
sí que sería un cambio. Así que, en principio, no lo hacemos.
Y vivimos asustados y, según toda previsión, viviremos asustados demasiado tiempo: socialmente distanciados, encerrados, teletrabajando,
telerreuniéndonos, teleligando, rigiendo nuestras vidas por ese miedo.
Ahora creemos en el miedo, sobre todo: es el principio ordenador. Y
tratamos de pensar el futuro miedoso y hablamos de las consecuencias en
los grandes rasgos y no pensamos —intentamos no pensar— que vamos a
tener vidas muy distintas: la “nueva normalidad”, como empiezan a
llamarla. Por supuesto, las diferencias también van a ser desiguales.
Los privilegiados, por ejemplo, no vamos a poder viajar durante mucho
tiempo; los jodidos, por ejemplo, no van a poder trabajar durante mucho
tiempo. Y todos, unos y otros, tendremos tanto miedo.
Nos convencieron, con razones, de que todo es temible. Que debemos aislarnos: que el peligro es el otro,
cualquier otro, que el infierno es el otro. Es esa danza en el
supermercado, donde nos retorcemos para alejarnos del más próximo, donde
compiten máscaras y los cuerpos se esquivan y cualquier roce es el
horror. Hablamos de solidaridad pero nos tememos unos a otros como a la
peste. Ahora cualquier persona es la amenaza:
todas las personas. La belleza del truco consiste en que cada cual es
temible aunque no quiera. No es necesario ser un terrorista para sembrar
el terror: alcanza con ser un ser humano —o un picaporte o una caja de
ravioles—.
El miedo se ha instalado como un reflejo fuerte. Mucho de lo que pase de ahora en más dependerá de que sepamos olvidarlo. Olvidar el miedo a los demás, los demás miedos. Deshacernos del miedo y sus efectos y aprender a vivir con la duda.
Los
grandes momentos de la historia solían consistir en que el mundo se
movilizaba para matar personas; este consiste en que el mundo se detiene
para salvar personas. Aparece, entonces, la idea de que detener puede
ser un arma tan fuerte como movilizar. Sobre todo si se trata de salvar.
Todo consistirá, quizás, en moverse para detener ciertas movidas,
ciertos movimientos: la acumulación y el despilfarro. Detenerse es
moverse.
Y
dudar en lugar de creer: repensar en vez de repetir. No temer a la duda
sino a la certeza. O seguiremos insistiendo en el mismo fracaso, y
fracasar no habrá servido para nada.
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