En 1976, el 15 por ciento de los adultos estadounidenses eran obesos. Ahora esa cifra es de casi el 40 por ciento. Nadie sabe con certeza por qué han cambiado tanto los cuerpos.
Los
científicos hablan mucho de nuestro “entorno obesogénico” y señalan a
los sospechosos de siempre: la abundancia de comida rápida y tentempiés
baratos; compañías que producen productos tan sabrosos que son
adictivos; porciones más grandes; la tendencia a estar comiendo todo el
día.
Sin
importar cuál sea la combinación de factores, algo en el entorno está
haciendo que la gente sea tan gorda como lo permite su perfil genético.
La obesidad siempre ha estado con nosotros, pero jamás había sido tan
común.
A
todos —desde los médicos hasta las farmacéuticas, desde los
funcionarios de salud pública hasta la gente obesa— les gustaría que
hubiera cura, un tratamiento que nos haga tener un peso normal y lo
mantenga así. ¿Por qué nadie lo ha descubierto?
No es porque no lo hayan intentado.
Sí,
algunas personas han logrado pasar de gordas a delgadas con dieta y
ejercicio, y han mantenido a raya el peso. Sin embargo, son la
excepción. La mayoría pasa años haciendo dietas que las hacen bajar y
subir de peso, un ciclo frustrante y sin resultados.
Solo
hay un tratamiento que casi siempre es eficaz, y casi no se utiliza:
solo se han sometido al procedimiento el uno por ciento de los 24
millones de estadounidenses adultos que son candidatos. Se
trata de la cirugía bariátrica, una operación drástica con la que se
convierte al estómago en un pequeño bolso y, en otra versión, también se
redirige el intestino. La mayoría de los que se sometieron a la cirugía
pierde una cantidad significativa de peso, pero muchos de ellos siguen
teniendo sobrepeso, o incluso siguen siendo obesos.
Sin
embargo, su salud generalmente mejora. Muchos de los que tienen
diabetes ya no necesitan insulina. Los niveles de colesterol y presión
tienden a bajar. Desaparece la apnea del sueño. Les dejan de doler la
espalda, la cadera, y las rodillas.
No
son suficientes los cirujanos ni los hospitales para operar a todas las
personas que podrían beneficiarse de la cirugía bariátrica, señaló
Randy Seele, director del centro de investigación en nutrición en la
Universidad de Michigan.
Muchos
pacientes y médicos siguen pensando —a pesar de toda la evidencia que
indica lo contrario— que, si las personas con sobrepeso de verdad se lo
proponen, podrían adelgazar sin subir de peso otra vez.
Los
científicos echaron un vistazo implacable a lo que se enfrentaban hace
cincuenta años, cuando Jules Hirsch, investigador clínico en la
Universidad Rockefeller, realizó algunos experimentos a la antigua
usanza. Reclutó a personas obesas para que se quedaran en el hospital y
tuvieran una dieta líquida de 600 calorías al día hasta que alcanzaran
su peso normal.
En
promedio, los pacientes perdieron 45 kilos y estaban encantados. Sin
embargo, en cuanto salieron del hospital, los kilos regresaron.
Hirsch
y Rudy Leibel, posteriormente académicos en la Universidad de Columbia,
repitieron el estudio una y otra vez, con el mismo resultado. Al final,
hallaron que cuando una persona muy gorda alcanza su peso normal
mediante una dieta, él o ella llega a parecerse psicológicamente a una
persona en estado de inanición, por lo que necesita ingerir alimentos
con una avidez difícil de imaginar.
La
lección en realidad nunca entró en la conciencia popular. Tan solo hace
un par de años, Kevin Hall, un investigador sénior en el Instituto
Nacional de la Diabetes y las Enfermedades Digestivas y Renales, llegó a
los encabezados con un estudio de los participantes del programa de
televisión The Biggest Loser. Halló que perdieron muchos kilos pero no pudieron mantener su peso ideal.
La
conexión con la obesidad genética se demostró de manera conclusiva en
la década de los ochenta mediante una serie de artículos que mostró que
el peso corporal es un factor genético que se hereda casi con tanta
contundencia como la estatura. Los bebés adoptados llegaban a tener un
peso similar al de sus padres biológicos en la adultez. Los gemelos
separados terminaban con pesos casi idénticos.
El panorama para la gente obesa empezaba a parecer desolador. Posteriormente,
en 1995, Jeffrey Friedman de la Universidad Rockefeller descubrió lo
que parecía ser el equivalente a la insulina para la diabetes, una
molécula que llamó leptina, la cual secretan las células adiposas y le
dice al cerebro cuánta grasa tiene el cuerpo.
La
leptina manda una señal a una suerte de controlador maestro en el
cerebro. Si una persona es demasiado delgada —según lo que su cerebro
percibe como peso aceptable— el cerebro le manda una señal para que
coma.
En las personas gordas, ese controlador es muy potente: sus cerebros se aseguran de que sigan teniendo ese peso.
La
farmacéutica Amgen les pagó a Rockefeller y a Friedman 20 millones de
dólares por los derechos de la leptina, con la esperanza de desarrollar
un tratamiento para la obesidad. La idea era darles leptina a los
pacientes obesos para que sus cerebros pensaran que tenían mucha grasa.
Si
funcionaba, ya no tendrían apetito y bajarían de peso. Al personalizar
las inyecciones de leptina, los médicos podrían calibrar el peso de una
persona.
Por
desgracia, no funcionó. La mayoría de la gente no respondía a las
inyecciones de leptina perdiendo peso. Sin embargo, fue clave para
revelar una compleja red de hormonas y señales cerebrales que controlan
el peso corporal.
El problema era que ningún objetivo preciso parecía tener una gran diferencia en la pérdida de peso.
“Creo
que comer es un mecanismo de supervivencia”, dijo John Amatruda,
consultor y exejecutivo en Bayer y Merck mientras trataban de
desarrollar medicamentos para perder peso. “Comer es fundamental, así
que nuestros cuerpos están programados para tener sistemas complejos y
redundantes”.
La
esperanza ahora es averiguar cómo lograr los beneficios de la cirugía
bariátrica sin la intervención quirúrgica. La operación altera la
orquesta de señales y hormonas del cuerpo, entre ellas la leptina, pero
también muchas otras.
Después,
los sabores cambian. Muchos pacientes ya no ansían los alimentos con
alto valor calórico que solían saciarlos. Muchos descubren que ya no
están muertos de hambre.
¿Acaso
un medicamento podría imitar esos efectos? Muchos investigadores están
intentándolo, aunque la mayoría de las farmacéuticas han dejado el
mercado de la obesidad, pues no vislumbran tratamientos eficaces.
Incluso
cuando se han aprobado medicamentos, rara vez se usan. Eso no es
sorprendente, dijo Amatruda, debido a que los medicamentos para la
obesidad en el mercado son muy poco eficaces o la mayoría de la gente
sufre efectos secundarios significativos o ambos.
Seeley
mantiene el optimismo ante la idea de que se descubra un medicamento.
Estudia ratones y ratas, y los somete a operaciones bariátricas para
tratar de desenmarañar la red de cambios bioquímicos posteriores.
“Creemos tener buenas pistas, pero en este momento no son suficientes”, comentó. Por
ahora, los investigadores desearían que las personas —incluyendo
también a las gordas— dejen de culpar a los obesos por su problema. “Esta idea de que la gente debe comer menos y hacer más ejercicio, si tan solo fuera tan sencillo”, comentó Hall.
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